Sonó el teléfono
en el living. Fuera llovía copiosamente. Llovía copiosamente desde hacia tres
días. Empezó a llover en la madrugada del viernes, siguió lloviendo todo el fin
de semana y seguía lloviendo hoy, lunes. Atendí. Buscaban a Amadeo. La luz del
pasillo entraba en la pieza a oscuras a través de la puerta entornada y caía
sobre el cuerpo de Amadeo, que estaba tendido sobre la cama, como una fina
guillotina amarilla. Entré en la pieza y lo llamé. Tuve la sensación al entrar
de que Amadeo tenía los ojos abiertos, es más, hasta podría asegurar que los
cerró muy quedamente cuando me escuchó llamarlo.
-Amadeo- le
dije. No hubo respuesta.
-Amadeo, tenés
teléfono- insistí. No hubo ninguna respuesta.
-Amadeo, eh,
Amadeo- lo sacudí. Siguió sin haber ninguna respuesta.
-Amadeo, Gato,
tenés teléfono. En casa estaba prohibido llamarle Gato a Amadeo, ese era el
nombre con el que se lo conocía en las calles. A don Mirador no le gustaba que
le dijeran así a su hijo.
-Gato- le dije,
ya resignado. Obviamente, siguió sin haber ningún tipo de respuesta. Salí de la
pieza, crucé el pasillo, entre al living y tomé el tubo.
-No hay caso,
che, Amadeo sigue durmiendo, ni se mueve.
-¿Ah, sí? ¿Estás
seguro que está dormido? ¿No se estará haciendo, no?- la voz metálica sonaba
algo inquieta al otro lado de la línea.
-Si- le dije
-estoy seguro.
-¿Le dijiste que
era yo?
-Si, le dije que
eras vos.
-¿Y se siguió
haciendo el dormido?
-No se está
haciendo el dormido, está dormido.
-Si, claro.
Escúchame una cosita, nene, si se levanta decile que lo llamó el chino, que me
llame cuanto antes. Decile que no se haga el pelotudo, mira que es importante.
-Bueno, yo le
digo. Quédate tranquilo- contesté de mala gana.
-De todos modos,
dentro de un rato lo vuelvo a llamar.
-¿Para qué vas a
llamar? Si se levanta yo le digo que te llame. Vas a llamar dentro de cinco
minutos de nuevo, como hace cinco minutos atrás, como hace diez, quince,
veinte. Ya te dije que le voy a decir que te llame cuando se levante- le
aclaré.
-Lo voy a llamar
dentro de cinco minutos, pendejo, y lo voy a llamar dentro de diez minutos si
hace falta. Lo voy a llamar hasta que ese hijo de puta deje de hacerse el pelotudo
y me atienda y más le vale que me atienda porque ya me estoy cansando y si no
me atiende la próxima vez lo voy a ir a buscar y ahí no me importa que sea la
casa de tus viejos, ahí se las va a entender conmigo- dijo y colgó sin darme
tiempo a decirle nada.
Colgué. Afuera
seguía lloviendo. Cada tanto paraba y se podían oír las gotas acumuladas en la
canaleta cayendo a los charcos del patio. Luego volvía a llover de nuevo, con
más ganas que antes. Había estado así todo el fin de semana. Amadeo también
seguía igual. Desde el viernes a la mañana estaba acostado en su cama y no
salía de la pieza. El teléfono empezó a sonar el sábado a la noche. Distintas
voces preguntaban por él, hasta habían llamado pasada la medianoche. “Esta es
una casa de familia, acá la gente labura” le escuché decir a mi padre en una
ocasión. Pero no había caso, seguían llamando, a cada rato, a cualquier hora y
Amadeo seguía durmiendo, o haciéndose el dormido.
Me recosté sobre
el sillón, al lado del teléfono, con el living a oscuras. Apoyé la cabeza entre
mis manos y cerré los ojos. Podía jurar que Amadeo estaba despierto la última
vez que entré a la pieza. Son las cuatro de la tarde y está durmiendo desde
hace tres días, no puede estar dormido ni puede estar cansado. Sí, no había
dudas, el muy bastardo estaba despierto y tenía las ojos abiertos, hasta lucía
algo pálido. Necesitaba una afeitada también ¿En qué se habrá metido esta vez?
Y lo peor, ¿Cómo era posible que nadie le dijera nada por dormir tanto? ¿Cómo
se lo tomarían mis padres si yo hiciera lo mismo? Me sacarían de la cama a
patadas, pero con Amadeo era distinto, siempre era distinto.
El ruido de la
puerta de la pieza llegó hasta mis oídos. Permanecí quieto y silencioso sobre
el sillón. Sentí pasos en el pasillo y la puerta del baño, luego escuché una
gargajeada y un escupitajo impactando en el inodoro y el agua de la canilla
corriendo. Volvió a sonar el teléfono. Apareció Amadeo en el living. Parecía
tambalearse sobre su metro ochenta y cinco, su cara estaba amarilla, se rascaba
un sobaco, fijaba su mirada en la nada. El teléfono seguía sonando. Amadeo
agarró su jeans que estaba colgado sobre una silla del living, se lo calzó,
luego se puso una remera roja, desteñida y una campera también de jeans y salió
hacia el patio, descalzo. El teléfono seguía sonando, metálico, estridente, tan
amenazador como la campana de largada de un encuentro de box.
Escuché la
puerta del galpón del fondo, donde se guardaban las herramientas. El teléfono
seguía ahí, gritando, clavándose en mis oídos, crispándome los nervios. Amadeo
volvió, se detuvo en el living, dejó un bulto de ropa sobre la mesa y siguió
por el pasillo. Al instante volvió con las zapatillas de lona puestas. Tomó el
bulto y abrió la puerta que daba a fuera. Llovía como nunca. Ninguno de los dos
había dicho ni una sola palabra y el teléfono no había parado de sonar en todo
el rato. Amadeo se detuvo en la puerta, miraba hacia fuera.
-¿Vas a salir?-
le pregunté
-Sí- respondió.
-¿Querés
llevarte mi paraguas?- le pregunté.
-No. No hace
falta- me dijo. Sonaba realmente muy calmado.
-¿Y si esperas a
que paré?
-No va a parar,
me voy a mojar de todos modos. Chau, nos vemos.
La puerta se
cerró tras de Amadeo. Por la ventana le vi andar bajo la cortina de lluvia
hasta la puerta de rejas y detenerse delante de ella. Se acomodó el bulto bajo
el brazo, abrió la puerta de rejas y siguió hasta perderse de vista. El
teléfono dejó de sonar. Ya no volvería a sonar durante el resto de ese día.
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