La señorita Muñoz entra en el aula, saluda a la clase y
comienza con la lección del día. Nada la detiene, nadie la interrumpe con
preguntas soeces. Sentaditos, calladitos, todos prestan atención.
No tiene chances de ganar un concurso de belleza, tampoco podría
ser bailarina de caño,
no tiene un físico exuberante y hasta es probable que pase
inadvertida frente a una obra en construcción.
Allá lejos y hace tiempo, en México y en Perú, Don Ernesto Laclau realizó un trabajo admirable con
ella. Se sentiría orgulloso si
pudiera escucharla disertando sobre historia de las ideas y los procesos políticos.
Aquel ferviente peregrinaje por Centroamérica ha dejado una
huella interesante en su voz, un tono desarticulado y falto de identidad que se mezcla con la
utilización de un lenguaje candido y encendido.
“Hegemonía”, “contra hegemonía”, “coyuntura”, “estado” y
“democracia” salen apasionadamente de su boca y caen sobre nosotros como bolas
salidas de un cañón teórico, cargadas de sentido social y político.
Cada tanto, emite un suspiro y toma aire para seguir con su
clase y cada suspiro produce un terremoto en mis emociones y, luego, continúa,
tratando de contagiar su entusiasmo en el alumnado enmudecido.
Todos la admiran como embobados. Algunos escuchan, otros
anotan, pero nadie parece entender muy bien lo que dice. Algo los distrae. Una
fuerza especial ejerce un control sobre los cuerpos de estos individuos.
Por mi parte, he asistido a catorce de las dieciséis clases que la
señorita Muñoz ha dictado este semestre y debo admitir que -al margen de lo
aprendido- nunca antes la había visto así, de esta manera, con estos ojos, que anhelan más de lo que podrían conseguir.
A diferencia de todas las clases anteriores, ha optado por
un suntuoso vestido negro que le da un toque distinguido, muy elegante. Se ha
vestido así para la audiencia, para nosotros, ¿Para quién más sino?
El vestido, negro como el carbón y sin mangas, contrasta a
la perfección con su piel tostada bajo el sol de Centroamérica y produce un
efecto napalm en las mentes más
débiles.
Esta excelentísima pieza de arte que viste, le queda muy
ceñida en la cintura y posee un tableteado laberíntico en la falda, de la cual
se escapan dos rodillas simétricamente perfectas.
Puras e incorruptibles, esas rodillas no son como otras rodillas
que he visto. Esas rodillas son rodillas únicas. Ni una sola marca, ni un solo
manchón, nada de raspones. Nada de nada de nada que sea feo.
Su piernas, delgadas, huesudas, concluyen en un par de
zapatos de charol marrón que quieren hacer juego con tres brazaletes que lleva
en el brazo izquierdo, muy cerca del codo.
Noto que durante las dos horas y media que dura la clase
sostiene su brazo rígido, muy rígido, formando un ángulo de noventa grados,
para evitar el baile torpe de los brazaletes.
Hay un collar abrazando su cuello. Se trata de un collar de
cuentas nacaradas con perlas de fantasía. De a ratos, su mano derecha
asciende con delicadeza y sujeta el collar, arrastrándolo media vuelta en torno
a su garganta cual montaña rusa desbordante de placer.
También lleva un par de gafas de aumento, que se quita cada
tanto, cuando resopla y exclama con agobio “qué calor”. Y hay un lunar en su cachete
derecho que invita a ser mordido. Y hay
un rodete descansando sobre su cabecita bullente de historicismo.
Yo debería estar tomando apuntes, o al menos debería estar
escuchando lo que dice, más no puedo. Hay otra cosa -más fuerte- en el aire. No
es el azote del calor de diciembre que me agobia y no es la famosa humedad
asesina.
Tampoco son los bichos cascarudos que entran volando por la
ventana. Los bichos que volaban cruzando el Bosque de noche, los que vieron luz y entraron por
la ventana y fueron a estrellarse contra las sienes de la señorita Muñoz. Cabrones,
afortunados, insectos.
La clase continua su marcha, pese al calor, pese a la
humedad, pese a los insectos y pese a lo
otro. El momento culmine llega cuando la señorita Muñoz se da vuelta para
escribir algo en la pizarra, revelando su espalda desnuda y, debajo de ésta, el
cierre de su vestido.
El cierre sube desde la cintura hasta la mitad de la espalda
de la señorita Muñoz. El paisaje se me antoja como un sendero de sabores
intensos, como un curso de agua dulce que recorre el valle formado por sus
omoplatos y que esconde oro en sus profundidades.
Si pudiera, si tan sólo pudiera, llevármela, lejos de este
lugar, para cuidarla, para protegerla y resguardarla de todas las manos y las miradas
hambrientas. Nunca permitiría la caída de ese cierre. Cortaría las manos de todo
aquel que osara intentarlo siquiera.
No dejaría que esas rodillas besarán el suelo jamás. No dejaría
que se raspen ni que se lastimen. Y ese cabello, que encierra el secreto de
siglos de historia en casa uno de sus vasos, ese cabello no sería pervertido
por el deseo de los amantes sobresaltados.
Ser el guardián y único centinela de esa estampita sagrada que es la santa señotira Muñoz
es todo a cuanto puedo yo aspirar. Acariciarla es una tontería. Sería lo mismo
que batirse a golpes contras las olas del mar. No detendría nada, sólo estaría
echando a perder una vista preciosa.
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