La
fuerza del hábito permitía a Camilo bajar por las escaleras mucho tiempo antes
de estar despierto,
en
realidad,
la
fuerza del hábito era tan fuerte en él que le permitía:
salir de
la pensión,
pedalear
hasta el trabajo,
trabajar,
odiar a
(la
falta de entusiasmo por los libros en el escaparate de)
sus
empleadores,
pedalear
de vuelta a la pensión,
comprar
facturas en la panadería frente al hospital,
tomar un
café
y realizar
tantísimas otras actividades mucho tiempo antes de estar despierto
pero la
mañana del duelo,
los
acontecimientos lo precipitaron inmediatamente hacia la lucidez de todas sus
facultades,
una
tensión dramática flotaba en el comedor
anunciando
la ebullición próxima de un desenlace.
Apenas
ayer adoptado de las calles,
el
gatito de Camilo miraba a través de la ventana como quien se descubre a sí
mismo en la mira del cazador.
Al otro
lado del vidrio,
un par
de gatos veteranos deambulaban maliciosamente sobre la medianera,
se
comportaban como partes de un todo
y no
parecían dados a sociabilizar con desconocidos,
el más
grande y mugriento de todos no apartaba la vista del visitante.
Camilo
miró a su huésped,
percibió
qué tan profunda era su incomodidad,
distinguió
con claridad la amenaza pendiente sobre su pellejo,
fue
partícipe de sus miedos,
acolito de
las inquietudes que lo carcomían
y así fue
como comprendió
los
irrevocables mandatos que determinan
cuántos
son multitud en el reino de los gatos
Dejó una
ventana abierta y se fue a trabajar
ya
extrañando para siempre al recién llegado.